28/1/08

Debido respeto

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Va perdiendo fuerza el principio clásico de que el ámbito de lo tolerable y el ámbito de lo que aprobamos no coinciden. Cualquier ejercicio de distinción entre lo legal y lo moral parece una coartada para el relativismo. Pero convivir en una democracia pluralista requiere haber aprendido a distinguir lo que nos gusta de lo que simplemente soportamos, haber renunciado a erigir nuestras preferencias en norma universal, no confundir el respeto con el reconocimiento o el derecho con el aprecio. Esta distinción es correlativa a la diferencia entre un espacio público y otro privado, cuya demarcación será discutible y puede fluctuar a lo largo de la historia, pero sin la que nos enzarzaríamos en un combate por exigir de otros lo que no tenemos derecho a obtener. Son estas distinciones básicas las que se tambalean ante la extroversión histérica de la intimidad. El primer derecho humano es no estar obligado a gustar a todos. Los derechos de la persona no pueden hacerse valer si no hay un ámbito protegido de la exigencia de justificación por los demás, lo que supone una esfera de privacidad que no es propiamente política. Nos hemos acostumbrado al tópico de que la tolerancia es muy poco, pero no deberíamos olvidar que ese poco es imprescindible.

En nuestras sociedades se reclaman con frecuencia demandas que van más allá de la búsqueda de la justicia social y económica; lo que se exige como derecho político es la felicidad personal, el reconocimiento moral, la gratificación sexual o la salvación del alma. Pero esto es algo que no tiene ningún sentido demandar y que además no es necesario para el desarrollo de la propia identidad. En pleno movimiento por los derechos civiles, Martin Luther King afirmaba: "No pedimos que nos queráis. Sólo os exigimos que dejéis de jodernos". Formulaba así una idea de respeto igualitario que suponía el reconocimiento de que la acción pública y la intimidad privada tienen diferentes requerimientos. El concepto de espacio público introduce una distinción entre vida pública y experiencia privada que es actualmente oscurecido por el lenguaje terapéutico (plagado de referencias a "sentimientos compartidos" o a la "autoestima"). Tal vez esta confusión se deba a la dificultad de diferenciar los principios del espacio privado y las exigencias del mundo común. Un espacio público bien articulado requiere que haya unas cuestiones sociales que son puestas en el ámbito de la deliberación pública y otras que son protegidas del escrutinio colectivo.

Una ciudadanía democrática no puede desarrollarse allí donde no se ha aprendido a distinguir entre el mero respeto y la aprobación. Si uno no sabe que está obligado a tolerar cosas que no comparte, si se empeña en que sus preferencias deben contar con el beneplácito de todos, entonces se incapacita para vivir en sociedad. En lugar de la convivencia entre diferentes, limitada y condicionada por una perpetua negociación acerca de lo que se muestra y lo que es mejor guardar discretamente, hay quien se obstina en encontrar concesionarios de autoestima, en subrayar histéricamente sus emociones, en publicitar las conquistas amorosas, en desconectar su peculiaridad de la común humanidad, en proteger sus convicciones religiosas bajo un baldaquino social... Todas esas publicitaciones son cosas que no hace ninguna falta tener para sentirse de un lugar, ni para querer a alguien, ni para ordenar los propios afectos o practicar una religión. ¿Por qué entonces nos empeñamos en perseguir tales sanciones públicas? Seguramente porque a través de esa pública aprobación se revela una profunda debilidad de la propia identidad, de los sentimientos o de las convicciones religiosas.

No es posible vivir sin espacios de indiferencia pactada, lo que Goffman llamaba "una desatención educada". Gracias a ellos aseguramos la principal conquista de nuestra civilización, que no es el cariño mutuo asegurado sino la posibilidad que nos ofrece de convivir e incluso actuar juntos sin la compulsión de ser idénticos.

De aquí.

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